«No secuestres mis actos y mi voluntad ante una reprimenda, deja de obligarme a actuar según tu impresión de la justicia, esa que tantas lagunas deja ver y tanto odio le tengo, y confía en mis propios principios. Que para eso me has enseñado a pensar por mí misma» – Le dije un día a mi madre. Acto seguido recibí un contundente bofetón de respuesta.
A los dieciocho, harta de su limitada capacidad para ayudar a desarrollarme personalmente, cogí un autobús hacia la libertad. Ochocientos kilómetros después, la llamé para explicarle que no volvería y que no se trataba de ningún secuestro.